By Alexey Sajnin, 21 Marzo 2022
El comienzo del conflicto militar en Ucrania ha conmocionado a la sociedad rusa. Pero antes incluso de que la gente pudiera recuperarse, le informaron de que apoyaba la guerra casi por unanimidad. Por ejemplo, el Centro de Investigación de la Opinión Pública de Rusia, controlado por el gobierno, publicó un informe en el cuarto día de la guerra, según le cual el 68 % de la población rusa “apoya de alguna manera la decisión de llevar a cabo la operación militar especial”. Tan solo el 22 % no la respalda. Otro importante centro sociológico ‒la fundación Opinión Pública‒, cuyo principal cliente ha sido siempre la administración presidencial, publicó resultados similares.
Los resultados del sondeo muestran que las personas interrogadas no tienen una idea clara de los objetivos de la operación. Una cuarta parte asumen que el ejército está “protegiendo a la población rusófona del Donbás”. Un 20 % piensan que la finalidad de la operación es impedir que la OTAN establezca bases militares en territorio ucraniano. Otro 20 % creen que la operación se lleva a cabo para desmilitarizar Ucrania. Un 7 % piensan que Rusia quiere desnazificar Ucrania y cambiar su orientación política. Un 6 % opinan que el propósito es cambiar el régimen político del país. Finalmente, un 4 % creen que la idea es dividir Ucrania y asegurar el control del sudeste del país.
Estos datos detallados sobre el apoyo abrumador de la ciudadanía rusa a la guerra desmoraliza a quienes se oponen a la guerra. Sin embargo, es preciso introducir una enmienda vital: los datos no casan con la experiencia cotidiana. En efecto, hay gente que apoya la invasión de Ucrania, pero la cifra de dos tercios es bastante asombrosa. Si son tantos, ¿dónde están que no se les ve?
Sociología en tiempos de guerra
Las encuestas de opinión pública en Rusia suelen servir de instrumentos para manipular la conciencia del público. Muchos sociólogos y sociólogas apuntan que el volumen de respuestas socialmente aprobadas ha crecido en los últimos años: esto sucede cuando la gente no cuenta a quien le entrevista lo que piensa realmente, sino lo que supone que se espera de ella. Este efecto ha aumentado probablemente de forma significativa desde el comienzo de la campaña bélica.
Es más, el gobierno ruso está creando conscientemente una atmósfera de temor en el país. La Duma ha adoptado una ley que prevé duros castigos por propagar noticias falsas en relación con las acciones del ejército ruso. Incluso está oficialmente prohibido utilizar la palabra guerra en el contexto de los sucesos en Ucrania; puede acarrear una condena de 3 a 20 años de prisión.
La policía detiene masivamente a quienes participan en manifestaciones contra la guerra y en Moscú y San Petersburgo inspeccionan los teléfonos móviles de la gente en la calle para comprobar si ha habido intercambios calumniosos y trazas de haber leído mensajes de canales de Telegram de la oposición. En las escuelas se imparten clases de información política y se habla con madres y padres para que no dejen que sus vástagos accedan a fuentes de información destructivas. Todo esto, claro está, influye en el grado de sinceridad con el que la gente expresa su opinión.
Y no solo se trata de la astucia consciente de las personas encuestadas. Incluso los sociólogos leales al gobierno dicen que ha aumentado la proporción de gente que se niega a responder a las preguntas de quien le entrevista o que no sabe qué responder. Esto puede afectar a la calidad de la selección. Es más, quienes se oponen a la guerra tenderán probablemente a no contestar en mayor medida que quienes la apoyan o todavía no se han formado una opinión.
Finalmente, importan las preguntas que formulan las instituciones demoscópicas. Se derivan directamente de la retórica oficial del gobierno ruso. No se pregunta a la gente sobre la guerra, ni sobre la intervención militar en Ucrania, sino únicamente sobre su actitud ante la operación militar especial. Esto crea una situación psicológica ambigua, que permite a la gente trasladar los acontecimientos que se producen en la realidad a una situación imaginaria menos traumática, incluso en el interior de su mente. Y parece que este es un fenómeno sociopsicológico masivo.
Acomodo contradictorio
Entre la multitud de vídeos que hay sobre los acontecimientos de Ucrania figura uno en que un hombre de un suburbio de Kyiv llama a sus familiares de la ciudad rusa de Vologda. Les cuenta lo que está viviendo. “Nos bombardean; mueren civiles pacíficos y bebés”, dice. Sin embargo, sus familiares de Rusia, que viven a un millar de kilómetros del frente de guerra, se niegan a creerle. “No hay guerra. Solo disparan contra los nacionalistas”, responde una voz de mujer mayor. El hombre se enfada. “¿Cómo puedes saberlo? ¡Estoy aquí y lo veo!”, grita. “Aquí tenemos un televisor”, responde la voz.
No es casualidad que el gobierno ruso prohíba utilizar la palabra guerra. Esta describe una situación que no se puede percibir con indiferencia, como es el caso de la operación militar especial, que se percibe como la continuación de una política gubernamental compleja y no requiere una actitud personal por parte de una ciudadana particular. La propaganda gubernamental asegura a la gente una especie de salvoconducto que le permite no aceptar la realidad.
En un país en que la memoria colectiva se nutre de la victoria sobre el fascismo en una guerra sangrienta, pero únicamente defensiva, este es un mecanismo muy efectivo. Aceptar que Rusia ha agredido militarmente a la gente más cercana por historia y cultura es prácticamente imposible desde un punto de vista psicológico. Sabotea las percepciones básicas que tiene la población rusa sobre la justicia y sus valores fundamentales. Muchas personas no tienen la fuerza para hacerlo, de modo que hacen todo lo posible por dar la espalda a la realidad, repitiendo los tópicos propagandísticos: no hay guerra.
Esta escisión psicológica explica la flagrante contradicción entre la experiencia cotidiana y los resultados de los estudios sociológicos. Muchas personas que piensan que la guerra es moral y políticamente inaceptable pueden pronunciarse al mismo tiempo a favor de la operación especial del gobierno ruso, no simplemente por miedo, sino por la esperanza fútil de que la versión oficial de los acontecimientos pueda resultar milagrosamente verídica (al menos en parte). Esto les ahorra la perspectiva insoportable de un fracaso moral y de la necesidad ineludible de manifestarse en contra de los acontecimientos.
El gobierno intenta aprovechar este dilema moral, chantajeando de hecho a la población con el miedo. “Un ruso de verdad no se avergüenza de ser ruso, y si se avergüenza, es que no es un ruso y no está con nosotros”, anunció el secretario de prensa del presidente, Dmitry Peskov. Sin embargo, esta endeble política presenta un flanco vulnerable: a la larga no se sostiene. Ninguna medida draconiana de control de la información puede aislar a la ciudadanía de la monstruosa realidad.
En primer lugar, alrededor de un tercio de la población rusa tiene familiares en Ucrania. No hay censura capaz de impedir millones de llamadas telefónicas y mensajes entre uno y otro lado de la frontera. Mi teléfono está lleno de expresiones del sufrimiento más desesperado. “Llevamos cuatro días sentados en el sótano.” “Están bombardeando. La ciudad está sitiada. Nadie puede entrar ni salir.” “Hoy he pasado cinco horas en la cola del pan. No trajeron.” Puedo citar cientos de mensajes de este tenor. Y hay millones de personas como yo en Rusia. Estos testimonios de la catástrofe son mucho más convincentes que cualquier debate político. Hasta el simpatizante más leal a Putin tendrá dificultades para explicarse por qué una persona normal y corriente ha de pasar hambre y frío mientras caen bombas en derredor.
Corremos peligro si hablamos en Rusia del número de bajas que soporta el ejército ruso en Ucrania. Es la cuestión más sensible para el gobierno, que vigila de cerca cualquier comentario al respecto. El gobierno ha reconocido oficialmente que durante la operación han muerto más de 500 militares. Incluso esta cifra es enorme. Durante diez años de guerra en Afganistán, la URSS perdió poco más de 14.000 soldados y oficiales. Hoy, la muerte está cobrando un peaje mayor.
El veto a esta información hace que la gente busque cifras proporcionadas por el lado ucraniano (muy probablemente exageradas). El 8 de marzo, el ministerio de Defensa ruso admitió que había algunos reclutas en Ucrania, o sea, chicos de 18 años de edad con escasa instrucción. Las palabras carne de cañón aparecen cada vez más en los mensajes y conversaciones. Las madres temen que sus hijos sean llamados para prestar el servicio militar obligatorio, y el 1 de abril comienza la próxima leva. Incluso en los sondeos demoscópicos oficiales podemos ver que las mujeres de mediana edad aprueban menos la operación especial ‒en una proporción del 15 al 20 %‒ que los hombres. Y son precisamente las mujeres de mediana edad las que formaban el electorado más leal a Putin.
Hay otra categoría de ciudadanos importantes para el gobierno que acusan los efectos de las bajas: el personal militar. En una emisión en directo del canal de televisión Zvezda, perteneciente al ministerio de Defensa, se produjo un desliz revelador. Un militar entrado en años que se hallaba entre el público invitado a una tertulia patriótica se levantó y propuso mantener un minuto de silencio en memoria de los soldados rusos que han muerto mientras cumplían las órdenes de sus superiores. “Nuestros hombres están muriendo allí…”, comenzó su intervención. El moderador de la tertulia saltó como un rayo de su asiento y se puso a gritar al veterano, que llevaba insignias militares en el pecho: “¡No-no-no! ¡No quiero oír nada de esto! ¡Cállese! ¿No me ha entendido? ¡Pare! Nuestra gente está allí aplastando la víbora fascista; ¡es un triunfo de las armas rusas!” El apremio de los burócratas y sus propagandistas por ocultar azorados los sucesos en Ucrania ya ha comenzado a enajenarse a la audiencia más leal y fiable del gobierno: los militares y patriotas.
Finalmente, un tercer factor socava el acomodo contradictorio de buena parte de la población rusa que sirve de bálsamo redentor en el frente interno. Dado que el gobierno ha bloqueado los canales mediáticos convencionales de la oposición, en su lugar han aparecido medios de nueva generación: fotografías de etiquetas de precios y anuncios de despidos. La catástrofe económica desencadenada se ha convertido en una máquina colectiva de agitación contra la guerra.
Sobre la cuestión de los acontecimientos en Ucrania y Rusia solo está permitido citar las fuentes oficiales, como el ejército y los servicios de relaciones públicas del gobierno. Pero si se acude a cualquiera de los medios regionales (que dependen totalmente de la administración local), se puede saber de inmediato qué está ocurriendo. “El precio de la excavación de tumbas en Yaroslavl aumenta rápidamente”, anuncia una web local. La oficina de defensa de la competencia sospecha de la existencia de un cártel ilegal e informa de que “un análisis preliminar ha demostrado que resulta caro morir en Yaroslavl”. En Volgodonsk, lectoras del periódico local están indignadas por el aumento del 200 % de los precios de los alimentos para bebés y de los pañales.
La industria manufacturera rusa estaba plenamente integrada en las cadenas mundiales de valor añadido y ahora resulta que no estaban preparadas para las sanciones occidentales. Diez de los 14 principales fabricantes de automóviles ya han paralizado la producción; otros están preparándose para hacerlo en breve. Por lo menos 150.000 personas perderán su empleo; eso sin contar la industria auxiliar, las empresas de logística y las redes de concesionarios. Mcdonald’s es una de las docenas de grandes empresas extranjeras que han anunciado la suspensión de su actividad en Rusia. Esta cadena de comida rápida por sí sola contaba con 64.000 puestos de trabajo. Expertos gubernamentales cifran en 7 a 10 millones de personas el desempleo masivo en cierne. Incluso para los defensores más ruidosos del gobierno ruso, la conexión entre la guerra y el colapso socioeconómico salta a la vista.
La dinámica
Es difícil describir objetivamente la velocidad a que se producen cambios en la percepción de las masas. Los seguidores y seguidoras de Alexei Navalny, mascarón de proa de la oposición liberal, han llevado a cabo un experimento. Realizaron una serie de encuestas en línea. Este sondeo no pretende ser representativo porque la audiencia politizada de internet es muy distinta de la población en general. Sin embargo, refleja un cambio rápido de actitudes.
Si el 25 de febrero tan solo el 29 % de las personas encuestadas calificaron a Rusia de agresora, apenas una semana después, el 3 de marzo, la misma respuesta la dieron el 53 % de las personas encuestadas. A su vez, el número de quienes consideran que la misión de Rusia en Ucrania es liberadora se redujo del 28 al 12 %. El 14 % culparon a Rusia del conflicto en el sondeo del 25 de febrero y el 36 % en el del 3 de marzo. Mientras tanto, la proporción de quienes condenaban a Occidente o a ambos bandos se redujo notablemente y la opinión de que la culpable es Ucrania pasó a ser marginal.
Por otro lado, la proporción de quienes piensan que las consecuencias económicas de los acontecimientos en curso serán catastróficas para Rusia se ha multiplicado por 1,5, pasando del 40 al 60 %. “Nunca antes en la historia de nuestra agencia sociológica hemos visto semejante dinamismo de la opinión popular. En pocos días de guerra, las actitudes de la población rusa han cambiado radicalmente”, escribieron los organizadores del sondeo. Es mucha la gente que ha cambiado de opinión en las dos últimas semanas.
El diputado a la Duma estatal por el Partido Comunista de la Federación Rusa, Mijaíl Matveyev, quien había votado a favor del reconocimiento de la soberanía de las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk, se ha convertido en uno de los símbolos de este doloroso despertar. “Voté por la paz, no por la guerra. Voté por que el Donbás dejara de ser bombardeado, no por que cayeran bombas sobre Kyiv”, tuiteó el 26 de febrero. Algunos políticos le secundaron, pero ahora la mayoría de estos cambios se producen entre la gente común. Alguien que había apoyado la operación especial desde el principio cambia de opinión cuando comienzan los despidos masivos en su ciudad, o cuando un conocido es llamado a filas y le hacen firmar un contrato que autoriza al ejército enviarle a una zona de combate.
Táctica
A lo largo de dos semanas de guerra se han producido manifestaciones callejeras en contra casi todos los días, pero el régimen policial represivo las ha sofocado con facilitad. Hasta el 11 de marzo, la policía había detenido a un número sin precedentes de manifestantes: 13.913 personas. En un ambiente en que previamente se había creado una atmósfera de temor que nunca antes se había visto, dominado por la brutalidad policial y con la mayoría de medios independientes amordazados, nadie ha sido capaz de reunir una masa crítica en una manifestación callejera que el gobierno no lograra disolver.
Los líderes de la oposición liberal que habían emigrado siguen lanzando llamamientos a realizar concentraciones de protesta cada día “en la plaza principal de cada ciudad”. Es fácil de entender desde un punto de vista emocional: no debe pasar ningún día más aceptando la guerra. Sin embargo, el frío raciocinio nos dice que en estos momentos lo más importante no es el postureo ético, sino una cuidadosa labor de movilización de aquellos sectores a los que los mismos políticos liberales habían ninguneado durante mucho tiempo. Únicamente la “mayoría de Putin” de antaño puede cambiar la relación de fuerzas y poner fin a la guerra. Este es el punto en que la izquierda rusa centra actualmente su tarea: en el trabajo entre estas multitudes.
De todos los informes sociológicos dedicados a la percepción de la operación especial rusa en Ucrania, solo una nos permite ver la correlación entre la desigualdad social y la actitud ante la guerra. A pesar del tópico imperante en Rusia (debido ante todo al predominio de la narrativa liberal en los medios de oposición) de que tan solo la minoría adinerada y de alto nivel educativo se opone a Putin, mientras que la mayoría pobre es consumidora fiel de la propaganda, los sondeos demuestran que es la gente pobre la que se muestra más crítica con la guerra.
“Las personas de renta baja están más preocupadas con la operación militar porque prevén un nuevo deterioro de sus condiciones materiales a causa de ello”, señalan los observadores. Entre las personas de renta alta encuestadas, un 69 % contestaron que apoyaban a decisión de Putin (y tan solo un 17 % no la respaldaban). Entre las personas de renta baja, solo el 49 % dieron su apoyo (y un 31 % tuvieron la osadía de decir que no respaldaban la invasión). No cabe duda de que el nivel actual de descontento con la agresión es mucho más elevado y que se ampliará.
La izquierda se propone demostrar a la sociedad, incluidos sus estratos pobres y de clase trabajadora, que no son únicamente los liberales prooccidentales encabezados por la oposición de clase media quienes se oponen a la guerra. Esa imagen distorsionada solo beneficia al Kremlin, que trata de presentar el conflicto actual como una colisión civilizacional entre Rusia y (el siempre adverso) Occidente con su quinta columna.
Es fundamental demostrar que la clase trabajadora rusa tiene sus propios motivos para luchar por la paz, que son independientes de Occidente. Y que esta paz no comportará una derrota militar, una nueva humillación nacional o la fragmentación territorial de Rusia, sino que devolverá nuestro país a su auténtica propietaria: la mayoría trabajadora de la población. La izquierda debe combatir el complejo de culpa colectivo que algunos críticos de Putin achacan al pueblo. En manos de la propaganda progubernamental, esta es una herramienta muy eficaz para unir a la gente alrededor de la bandera nacional.
La trágica verdad es que la guerra que inició Putin no constituye una mera aventura aleatoria. Los 30 años de historia postsoviética nos han conducido a esta catástrofe. La tremenda desigualdad social se convirtió en el fundamento de la dictadura, porque la mayoría pobre perdió, además del control de la propiedad, su voz política. La mayoría de regímenes que han llegado al poder sobre las ruinas de la URSS han hecho uso de un vergonzoso parloteo nacionalista y xenófobo a lo largo de todos estos años. Enfrentando a las naciones entre sí, los oligarcas reforzaron su poder antes de llevarnos finalmente a la guerra.
En última instancia, en el mismo cimiento del sentimiento nacional ruso actual se halla el golpe militar llevado a cabo por el predecesor de Vladímir Putin, Borís Yeltsin, en 1993, con el pleno apoyo de los gobiernos occidentales. En aquel entonces, el gobierno hizo que los tanques bombardearan el parlamento en nombre de la democracia y acalló a la clase trabajadora durante décadas, que olvidó su fuerza colectiva. Hoy solo recogemos los frutos de esa sociedad de desigualdad y explotación. La clase obrera rusa tendrá que cambiar su país de pies a cabeza para parar esta guerra. Es la simple verdad. Y solo la izquierda rusa puede llevarlo a cabo. No hay nadie más.